El trabajo de los jóvenes que apenas saben decir el precio de lo que venden está organizada en torno al miedo, principalmente a la Policía de la Ciudad. El temor más grande es el decomiso de la mercadería. La persecución policial explica que muchos deambulen por las calles con la mercadería a cuestas, o se apoyen en algún lugar para exhibirla a medias y poder ocultarse en caso de peligro.
Frente al Obelisco, un joven está apenas apoyado contra la baranda que impide cruzar la calle en zonas no permitidas, no puede ponerse cómodo: en cualquier momento tendrá que irse, y en el peor de los casos, correr.

Una bolsa de residuos apenas muestra el contenido, pero todos los que pasan por allí identifican la función del senegalés en esa esquina bajo el sol penetrante de la primera tarde: vende billeteras, carteras, cinturones y lleva allí varias horas cruzando de una vereda a la otra.
Las mangas largas parecen absurdas cuando el peor calor -ese que se potencia en el asfalto- arrasa en la Ciudad, pero las usan para protegerse del sol.
En la zona de Plaza Italia, otro senegalés confía un poco más en su suerte para sostener el puesto, por eso desplegó un paño -aunque de esos que pueden levantarse agarrando cada punta y conteniendo todos los productos-. Tiene bijouterie y billeteras y apoyó contra la pared un panel con lentes de sol. En este caso, su puesto busca resguardo de la lluvia bajo el techo de un supermercado, pero es inútil: el agua cae de costado.
Ninguno de los dos habla castellano, ninguno accede a comunicarse con la redactora para nada que no sea una venta. Es más, las consultas fuera de lo habitual provocan miradas de desconfianza a su alrededor. Les preocupa que les saquen información policías de civil.
Los senegaleses hablan breve, pausado, con pocas palabras en castellano. Tratan de reducir lo más posible la idea a transmitir para lograr ser claros y entendibles.
“Para un senegalés, un día normal es levantarse a la mañana y salir a trabajar. Después del trabajo ir tranquilamente a su casa a descansar”, explica Arfang Diedhiou, presidente de la Asociación de Senegaleses en la República Argentina (ARSA).
Si no pueden sostener este ritmo de vida, es porque están en permanente disputa con ‘la ley’: “Con la Policía las relaciones se convirtieron en conflictivas últimamente”, explica.

Casi nunca recuperan la mercadería que les confiscan. La primera parada es la comisaría y luego, debería ser, subastas. Según Verdú, sus cosas terminan en las ‘ligas’ de rematadores amigos. Según Conde, hay sospechas de que la mercadería termina en el circuito de venta ilegal en otros lugares.
Diedhiou destaca que, fuera de las Fuerzas de Seguridad, los senegaleses mantienen buenas relaciones con los argentinos. Además, considera, si el gobierno los acusa de cometer delitos a ellos, “es porque buscan otra cosa”. “Es cierto que cometemos delitos, pero creo que somos menos del 5%”, explica intentando que su dificultad con el lenguaje no le juegue una mala pasada.
Aunque no hay datos oficiales, ARSA estima que ya hay unos diez mil senegaleses en la Argentina. Ese país cuya Constitución abre las puertas “a todos los hombres del mundo que quieran habitar el suelo argentino”.